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Esquizofrenia en la Política Exterior Mexicana: El Gobeirno de López Obrador Frente a la Guerra en Ucrania

Erika Ruiz Sandoval

La invasión rusa de Ucrania ha sacudido al sistema internacional y a sus actores. También ha cimbrado a la economía global, de por sí maltrecha, y ha obligado a repensar desde las instituciones internacionales hasta la escala de valores en la que se basa el orden liberal vigente, a pesar de sus conocidas limitaciones.

Cuando ocurre una crisis de esta envergadura, lo menos que se espera de actores principales y secundarios, e incluso de los periféricos, es claridad en sus posiciones, dichos y acciones. Infelizmente, en esta ocasión, la claridad no ha predominado en las actitudes, declaraciones y gestos de México, lo cual no solo confunde a sus socios y aumenta su vulnerabilidad, sino que también deja ver que la política exterior actual pasa por una severa crisis que hace añorar otros tiempos, en los que el país, a pesar de no tener poder real, era capaz de navegar hábilmente por aguas turbulentas. Así, la política exterior mexicana actual es, cuando menos, cacofónica, si no es que francamente esquizofrénica. Está secuestrada, como el resto de las políticas públicas, por el grupo en el poder, por lo que está a años luz de ser una política de Estado que pueda trascender al gobierno en turno y, sin embargo, sus consecuencias sí serán de largo alcance.

Por su compleja historia y su debilidad relativa en el sistema internacional, México desarrolló una política exterior de principios y con un gran énfasis en lo multilateral. Probablemente, esa era la única opción que tenía para no volverse una rémora de las grandes potencias con las que ha tenido sus más y sus menos a lo largo de los siglos, pero supo hacer de la debilidad virtud y convertirse en un actor respetado en el ámbito internacional. Los diplomáticos mexicanos, particularmente los multilateralistas, siempre han destacado por su ecuanimidad, su conocimiento del Derecho Internacional y su buen hacer e, incluso, han conseguido que México sea visto como un actor responsable en el escenario global, creador de instituciones y apegado a la normatividad, además de estar preocupado –y ocupado– por las mejores causas de la humanidad, del desarme a la migración.

Desde los prolegómenos de la crisis ucraniana, cuando Moscú empezó a acumular tropas en la frontera, era claro que todos los países del sistema tendrían que formular una posición. Una vez ocurrida la invasión el 24 de febrero, era de esperarse que se respondiera prácticamente en automático, dado que, por primera vez en los complejos años de la Posguerra Fría, se tenía un caso de libro de texto que no dejaba lugar a dudas sobre qué había que decir y hacer, con base en los principios de política exterior: cuando Rusia hizo que sus tropas cruzaran la frontera con Ucrania, había violado la integridad territorial y la soberanía ucranianas, en flagrante violación de una de las principales normas que sostienen el orden internacional.

Sin embargo, México titubeó. No condenó en primera instancia las acciones rusas, ni siquiera porque en este momento ocupa un asiento en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y no puede alegar que no tenía conocimiento profundo de la situación. Ahí, ya se alzaron muchas cejas nacionales e internacionales, incapaces de reconocer en esa posición abigarrada, de sí pero no, al México de los principios de política exterior. Tras el primer posicionamiento y ante las reacciones de extrañeza que este suscitó, el canciller hizo precisiones –no sin antes reunirse con embajadores europeos acreditados en México–, y por fin se condenó la invasión rusa, para luego votar a favor de una resolución en la ONU en la que se hacía un llamado urgente a Rusia para retirar sus fuerzas militares de Ucrania. Sin embargo, esa posición no se ha mantenido con suficiente vigor y claridad, y ha habido muchas dudas sobre qué es exactamente lo que pretende decir México frente a esta crisis internacional.

¿Por qué pasa esto? Puede decirse que la política exterior de la autollamada Cuarta Transformación ha mutado en los últimos meses. Del eslogan aquel de “la mejor política exterior es una buena política interna”, que revelaba, además de un profundo desconocimiento, un desdén por todo lo internacional y que dominó los primeros tres años del sexenio, se pasó al secuestro por parte del presidente de la República de las relaciones exteriores de México para sacar réditos internos y no por un repentino interés en lo internacional. Si bien es cierto que la política exterior es competencia del Ejecutivo, con la intervención del Senado para nombramientos de cónsules y embajadores y para ratificar tratados internacionales, habitualmente había sido coto de los profesionales de la diplomacia mexicana, la mayoría de ellos funcionarios de carrera, quienes, a partir de las grandes líneas del presidente de turno, formulaban posiciones y la propia política exterior. Esto garantizaba la coherencia, la consistencia y la formalidad de la política exterior mexicana y no dejaba lugar a dudas a los interlocutores de México de dónde se ubicaba este.

Hoy, la política exterior de México es tema de “la mañanera”, la conferencia de prensa matutina del presidente, en donde es él mismo quien, sobre las rodillas y desde sus filias y sus fobias, elabora las posiciones de México y las da a conocer al mundo. Poco importa que no sean posiciones de las que siquiera tenga conocimiento el secretario de Relaciones Exteriores, quien ahora hace más labor de apagafuegos que de canciller, y mucho menos de los embajadores adscritos en los países que el primer mandatario incluye en sus diatribas o del personal de la Cancillería con mucho mayor conocimiento de los detalles de cada situación y de las posiciones de los otros Estados a los que se alude en el exabrupto mañanero.

La crisis ucraniana no ha sido la excepción. Mientras la Misión de México ante Naciones Unidas y, dentro de ella, el equipo especial que está llevando Consejo de Seguridad, construía el discurso mexicano y entablaba conversaciones con otros socios para impulsar resoluciones que contribuyeran a resolver la crisis o, cuando menos, a aliviar la tragedia de los civiles ucranianos, como fue el caso con Francia, desde Palacio Nacional se les enmendaba la plana o francamente se contradecían las posiciones que se habían presentado a la membresía de Naciones Unidas.

Además, se ha buscado utilizar la crisis de turno para mover las aspas del molino interno. Así, el presidente se ha quejado de por qué Estados Unidos ha dado tantos fondos a Ucrania y no a Centroamérica, como él lo ha pedido por considerarla una de las prioridades de su gobierno, al menos en el discurso, o se instaló el Grupo de Amistad México-Rusia en el Legislativo, lo que no puede más que interpretarse como un caso de nostalgia de Guerra Fría o de profunda ignorancia. La gota que derrama el vaso es el titular del 5 de abril de La Jornada, diario oficialista, que reproduce la propaganda rusa al hablar de “montaje” de la matanza de Bucha en Ucrania.

En voz del presidente, México quiere “la paz mundial” y se declara “neutral”, cuando eso de la neutralidad no es una posición que se pueda sostener con seriedad y mucho menos con el nivel de dependencia que tiene México del exterior en general y de Estados Unidos en particular, y tampoco si se es parte de un sistema de seguridad colectiva. Además, como ya se expuso supra, en sus dichos y los de sus seguidores, tampoco hay mucho de neutralidad. De igual forma, no ha aceptado sumarse a las sanciones internacionales contra Rusia, esfuerzo que encabezan sus principales socios internacionales, Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, a pesar de que las pérdidas para México serían menores, dado que los intercambios con ese país no son vitales.

En esta última semana, por un lado, México se abstuvo en la votación de la resolución que presentó Estados Unidos para suspender –que no para expulsar– a Rusia del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, con el argumento de que no se podrán establecer negociaciones con Moscú si se le remueve de los organismos internacionales. Son tan pocas las herramientas multilaterales disponibles para ejercer un mínimo de presión política, dado que Rusia es miembro permanente del Consejo de Seguridad y, por tanto, tiene poder de vetar cualquier resolución en su contra, que no deja de sorprender que se prefiera no pronunciarse ni a favor ni en contra de señalar a Rusia como culpable de violar el Derecho Internacional mediante la suspensión del órgano de derechos humanos de la ONU, y más aún cuando cualquier conversación con miras a poner fin al conflicto no ocurriría en el seno de este, sino en otras instancias.

Por otro, al llamado del primer ministro canadiense, Justin Trudeau, para participar en un evento global para recaudar fondos destinados a las víctimas ucranianas del conflicto, el presidente inicialmente contestó que no podía acompañarlos, porque tenía una gira interna, pero que enviaría al canciller en su representación. Al final, el presidente grabó un videomensaje para el encuentro en el que consideró inaceptable la invasión rusa de Ucrania, porque “nosotros también hemos sufrido invasiones de España, Francia y Estados Unidos”. Si bien es cierto que si alguien puede alzar la voz para condenar la invasión rusa de Ucrania es México, país que ha sufrido invasiones de los más poderosos en múltiples ocasiones y puede ser empático en primera persona, no era necesario nombrarlos y menos cuando son ellos los convocantes de la reunión. Al final, la plataforma Global Citizen, responsable de la campaña #StandUpForUkraine difundió el mensaje del presidente López Obrador, pero sin los fragmentos en los que habló de las invasiones contra México o en los que dijo que la política había fallado para evitar la guerra.

Todo quedaría en una de las tantas anécdotas que ilustran los excesos del presidencialismo mexicano, si no fuera porque hay vidas en juego. Esta crisis tiene mil cabezas, entre las que están la de la globalización sobre la que México hizo una apuesta sin reservas y de la que su modelo, si existe tal cosa, depende plenamente, y la crisis migratoria que ya tenemos en frontera norte, con los ucranianos y rusos que se han sumado a los flujos de mexicanos y centroamericanos. Ambas pasan necesariamente por sus relaciones con América del Norte y Europa, de por sí tensas por la contrarreforma energética y las violaciones de los derechos humanos y del Estado de derecho en México.

Un país que no tiene gran poder en el escenario internacional en términos relativos depende de que se respeten las normas establecidas y de su propio prestigio para sobrevivir en un sistema anárquico por naturaleza. Es tiempo de definiciones y un país como México, que presume de sentarse en las mesas más importantes del orden internacional, se dice puente entre Norte y Sur y se ostenta como miembro de América del Norte, necesita tener una visión de más largo alcance que le permita garantizar su seguridad en los años por venir, que ya se anticipan turbulentos y caracterizados por la lucha entre las grandes potencias. La neutralidad ya no está en el menú, si se quieren conservar esas relaciones, y tampoco se puede quedar bien con todos.

Su mejor apuesta es volver a poner sobre la mesa sus principios, sus valores e intereses nacionales, y dejar en manos de los profesionales la formulación de la política exterior para que refleje al México de hoy, pero también al de mañana, y no solo los caprichos de quien en este momento tiene la banda presidencial. De otra forma, nos iremos quedando solos en un mundo cada vez más hostil, y ya no será el prestigio de la diplomacia mexicana, sino la supervivencia del Estado lo que esté en juego.

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Erika Ruiz Sandoval

Erika Ruiz Sandoval

Visiting Professor-Researcher, International Studies Division, Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) 
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