La presidencia de Zaldívar y el debate sobre la división de poderes
Cuatro años atrás, la Suprema Corte de Justicia de la Nación eligió al Ministro Arturo Zaldívar como su presidente en un contexto de grandes cambios políticos. Un mes antes, Andrés Manuel López Obrador había asumido la presidencia del país con un discurso rupturista, masivamente apoyado y la promesa de generar una “Cuarta transformación” para México. El Ministro Zaldívar se hizo eco de esta narrativa prometiendo, por un lado, una transformación democratizadora para el Poder Judicial y, por el otro, una interpretación progresista de la constitución basada en la idea de que la judicatura tiene un papel que jugar en el moldeo de la realidad social, política y en sus relaciones de poder, en una dirección democrática, participativa e igualitaria.
Estos pronunciamientos abrieron un debate público sin precedentes respecto al significado de la división de poderes y la función que el poder judicial debe cumplir en una democracia constitucional. Así, se pudieron reconocer dos posturas antagónicas. Una, identificada con la posición del Ministro Zaldívar, que consideró una necesidad para el Poder Judicial el que respondiera a las circunstancias de un país con altísimos índices de pobreza y que enfrenta históricos niveles de inseguridad, impunidad y falta de acceso a la justicia, proponiendo llevar adelante un proyecto de constitucionalismo transformador. La otra postura, opuesta, apeló a la “vieja” estrategia defensiva presentándola como la única posible; reclamó un papel para la Corte de órgano contra-mayoritario, ante unos Poderes Ejecutivo y Legislativo compuestos mayoritariamente por el partido en el poder, al que se debía limitar.
Esta contraposición, novedosa para México, sin embargo es de larga data dentro del constitucionalismo. Comenzando por la última postura, atribuida al liberalismo clásico, el modelo de checks and balances fue pensado para que los distintos órganos del Estado se interfieran recíprocamente generando frenos y contrapesos a su accionar. Así, la función de la separación de poderes es proteger las libertades -negativas- individuales, ante el miedo de un Estado arbitrario al que hay que limitar. Aquí las cortes cumplen un papel de órganos contra-mayoritarios, pues fungen como contralor al poder político mediante la judicial review. En términos de legitimidad, la judicatura se apoya exclusivamente en su discernimiento, que es posible con miembros expertos e independientes, cuya función política se reduzca al mínimo.
La visión opuesta se atribuye al republicanismo, que desde sus orígenes miró con escepticismo el control judicial a las decisiones mayoritarias. Aquí se concibe la división de poderes como división de trabajo, cuyo fin ya no es obstaculizar al poder político sino hacerlo posible y eficiente. Bajo una interpretación “funcional”, la división de poderes también garantiza la libertad, pero positiva. Detrás está la preocupación por hacer responsable al Estado de establecer las condiciones de posibilidad de dichas libertades, las bases materiales para el desarrollo de las mismas, lo que hace que éste no solo tenga que actuar sino que tenga que hacerlo de modo eficiente. Así, los poderes se dividen para facilitar los propósitos para los cuales el Estado existe. En suma, libertad frente a y libertad a través de la autoridad pública, marcan los entendimientos alternativos en materia de división de poderes.
Ahora, si a esta concepción republicana la actualizamos -pues la incoporación masiva de derechos humanos y la previsón del control judicial en las constituciones exige otro papel para la judicatura- y la combinamos con la propuesta del constitucionalismo transforamdor, la legitimidad para la función judicial cambia radicalmente. Para Klare, su principal promotor, las juezas deben interpretar la constitución para cumplir su proyecto político transformador, y deben hacerlo de modo sincero y autoconsciente. Así, son responsables por las consecuencias sociales y distributivas de sus decisiones y deben ser juzgadas de acuerdo a éstas. Eso sí, la transformación no es una responsabilidad que las cortes puedan realizar solas, es una tarea para las tres ramas del Estado en colaboración. Y he ahí donde se descubre la doctrina reconstruida de la separación de poderes, que se apoya en un valor central: la coordinación del esfuerzo institucional entre las distintas ramas del Estado al servicio del buen gobierno y el avance de los derechos sociales.
Tras 4 años de esta presidencia, ¿qué podemos concluir respecto al debate sobre separación de poderes? Lo primero, ha de celebrarse la renovación de la discusión constitucional. Las viejas recetas no han dado los frutos que prometían y el constitucionalismo post-liberal, especialmente del sur global, tiene mucho que ofrecer para repensar nuestras instituciones. Segundo, la idea de coordinación entre poderes, en contraposición a la lógica de suma cero, parece más adecuada para constituciones aspiracionales como la mexicana, pero requiere que los 3 poderes estén alineados en sus objetivos. En este sentido, que la judicatura intente ser motor del cambio social, no significa que reemplace al poder político en la dirección de la política pública, sino que debe cooperar con éste. Ahora bien, no parece que esta cooperación se haya dado en sentido transformador. La prioridad del ejecutivo no fue avanzar derechos sociales y en cambio, desmanteló instituciones que servían a estos fines bajo la lógica de austeridad. Por su parte, y por ejemplo, la judicatura avanzó una agenda de igualdad de género que se circunscribió al poder judicial por no encontrar acompañamiento del ejecutivo. Los temas en los que, sin embargo, hubo sinergia -como la reforma judicial- no estuvieron dirigidos al acceso a la justicia o la garantía de los derechos sociales. Por último, evitando un balance circunscrito a cuestiones puntuales, considero que el cambio de narrativa sobre la ingeniería constitucional es positivo, tanto respecto a lo que había antes, como en la medida en que nos da herramientas para evaluar el accionar de los poderes del Estado a futuro, que ojalá sea transformador, en una dirección democrática, participativa e igualitaria.
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